La juventud es, sobre todo en los países en desarrollo, una etapa con obstáculos que las políticas públicas parecen no entrenadas en remover.




María del Carmen Feijoó OFICIAL DE ENLACE DEL FONDO DE POBLACION DE NACIONES UNIDAS


Por primera vez en la historia de la humanidad, la población de menos de veinticinco años alcanza a tres mil millones de personas, poco menos que la mitad del mundo.

En nuestro país, los menores de ese grupo de edad alcanzan al 47% del total de sus habitantes. Esos menores de 25 años viven, en su mayoría, en los países que hoy, eufemísticamente, se denominan "en desarrollo", lo que los convierte en víctimas de las condiciones sociales, económicas y culturales propias de esa situación.

En Argentina, según datos de la Encuesta Permanente de Hogares II Semestre 2005, en los 28 aglomerados urbanos que cubre la muestra, hasta los 22 años de edad, el 33,8% son pobres, dato que asciende al 49,5% en el tramo de 0 a 13 años y a 41,9% en el de 14 a 22. Lo más llamativo de los datos es que, aunque su peso demográfico sea alto, constituyen una auténtica mayoría silenciosa.

Pero son los jóvenes los que sufren el impacto de los cambios en el modelo económico, la desocupación, los efectos de la propagación de la epidemia de sida, el embarazo adolescente, la falta de capacidad para tomar decisiones sobre su propio destino. Son los que van a las guerras, se inmolan buscando un futuro celestial, constituyen el grueso de los migrantes del Sur al Norte. Sabemos de ellos sólo si asaltan las alambradas en el límite de España con los países africanos, cruzan Río Bravo desde México a los Estados Unidos, bajan de las favelas a las playas de Río de Janeiro o nos sorprenden con la silenciosa sublevación de los "pingüinos" que acabamos de ver en Chile.

También son los que pusieron en vilo a Francia, quemando hasta mil vehículos por noche en las barriadas de sus padres migrantes, buscando así llamar la atención sobre una sociedad chauvinista que no les reconoce la pertenencia ciudadana aunque gocen de la nacionalidad.

Los jóvenes, pues, son una auténtica caja de Pandora. Ante esa caja, se destaca la inoperancia e inhabilidad del mundo adulto para ayudarlos a responder a sus problemas, manteniéndose inerte o desentendido ante los problemas que enfrentan. Son el grupo etario que contrae, por lo menos, la mitad de las ocho mil infecciones diarias que se producen por HIV, las chicas que mueren desproporcionadamente en partos —resultado, en muchos casos, de embarazos no deseados—, los que trabajan en negro en los puestos menos calificados del sector servicios de las grandes ciudades del mundo.

Tres mil millones de niñas y jóvenes alcanzaron o están a punto de alcanzar la edad de procreación, mientras algunos adultos siguen discutiendo qué hay que hacer en materia de educación sexual en los sistemas educativos. Por decirlo sencillamente, en su conjunto, son un grupo de esos que se llaman "de riesgo" sólo por el hecho de su edad.

Pero, además, la condición de ser joven está atravesada por otras especificidades, entre las más importantes, la de género: ser joven y mujer es una complicación adicional. Y cuando los adultos los miran, los miran como presas de caza del gran mundo de la propaganda, como receptores de los medios de comunicación de masas y en su capacidad de consumidores. Atrapados entre la tentación y la carencia, los adultos los empujamos hacia caminos que después nos escandalizan. Se ha constituido así el tema de la juventud como problema.

Al considerarlos como un problema, además de ver su situación como un síntoma mágico divorciado de las causas, olvidamos su propia capacidad para resolver en el día a día sus problemas, aun en el marco de fuertes restricciones que abordan con el entusiasmo propio de su edad, no por ello libre de frustraciones y fracasos.

Como estrategia para enfrentar sus problemas —y para superar el ser visto como problemas— los jóvenes se han dedicado a establecer redes. Esas redes se basan en la necesidad de dar respuestas entre pares a las barreras que les coloca el mundo adulto. Ese mundo que sólo los aborda hablando por ellos, tutelándolos, corrigiéndolos y casi nunca escuchándolos o generando oportunidades. Por eso, cuando se hacen oír, como decíamos al comienzo, es con ruido. Sin ruido no logran ser escuchados.

Pero las redes entre pares no alcanzan. Necesitan que la respuesta a sus demandas se convierta en un tema activo de política pública, desplazándose de "vigilar y castigar" a la generación de condiciones de ciudadanía plena, que aborden su perfil generacional y los problemas que la cruzan: la pobreza, el desempleo, la exclusión, la dificultad de organizar un proyecto de vida viable y pleno.

Aunque diversos compromisos internacionales como los Objetivos de Desarrollo del Milenio, la Convención sobre los Derechos del Niño, la Convención para la Eliminación de Todas las formas de Discriminación contra la Mujer, las plataformas de las conferencias de Cairo y Beijing, pongan sus necesidades en primer lugar, esos compromisos se ejecutan con demasiada lentitud y se limitan a veces a la necesaria pero insuficiente enunciación de derechos.

Tan lentamente que, recientemente, los jóvenes de la región se han dado a la tarea de impulsar una Convención Iberoamericana de Derechos de la Juventud, sobre el documento firmado por 14 gobiernos de la región en 2005 en Badajoz, España, a ver si así las promesas se convierten en realidades.

Este año, el Día Mundial de la Población celebrado el 11 de julio ha puesto su foco en destacar la situación de los jóvenes. Como tantas efemérides, no es para recordarlo sólo en el aniversario sino para trabajar por ellos y con ellos el resto del año.

Fuente: Clarín